Los espacios no son neutros. La manera en que fueron creados y la manera en que son habitados vienen definidos por las sociedades y los tiempos. Desde la antigua Grecia, el acceso al espacio público y a la esfera social estaba reservada a un grupo de personas determinado: el hombre blanco, burgués, varón autónomo. Eso que se dio en llamarse BBVA. Y aquellas otras personas que quedaban fuera de esa norma quedaban también fuera de la vida pública y de las relaciones sociales.
Si hacemos correr hacia delante la máquina del tiempo, debemos detenernos en otro momento clave, los años treinta. En esta década, el manifiesto A Carta de Atenas sienta las bases del nuevo urbanismo, que queda organizado bajo una estricta separación de los espacios según su función: para trabajar, para habitar, para descansar, y vías de comunicación para conectarlo todo. Un nuevo planteamiento – tomado como referente incuestionable – que priorizaba el movimiento personal y que reforzaba unos roles determinados para hombres y mujeres.
Así pues, lo masculino quedó adscrito a la esfera pública, al trabajo productivo y a la racionalidad. Lo femenino, por su parte, quedó sujeto a la esfera doméstica, al trabajo reproductivo, al cuidado y a la emocionalidad. Una posición desfavorable que provocó la feminización de la pobreza y la continuación del rol de cuidadora de las mujeres. Desde ese papel asignado históricamente, los espacios siempre se vivieron diferente.
El CAMBIO DE PARADIGMA
Como se habitan los lugares también depende de quien los crea, de quien los planifica. La urbanista Amparo Casares comenta que «las ciudades tienen la perspectiva de quien las diseña». Se trató siempre de unos «mecanismos de uso de poder importantísimos» que funcionaron bien como herramienta para perpetuar actitudes.
Andemos de nuevo por la línea del tiempo para pararnos ahora alrededor de los años 60. Justo en el 1961 la urbanista Jane Jacobs saca de la imprenta uno de los primeros manifiestos en los que avisa de que estamos creando ciudades sin futuro. En estos años comienza toda una corriente crítica que reconoce las desigualdades sociales en el diseño de los espacios. «Desafortunadamente, la teoría siempre va algo más adelantada que la práctica», dicen las urbanistas Natalia Campos y María Ríos – esta última de la cooperativa SeteOitavas -.
Implementar nuevas visiones implica todo un cambio de paradigma «que incorpore el principio de transversalidad de género». «Urge«, advierten. Porque en ese cambio van muchos de los desafíos actuales: la fragmentación social, el déficil habitacional, el impacto ambiental de la urbanización y el cambio climático, las consecuencias de la dispersión territorial, el declive de los cascos urbanos tradicionales, la movilidad presa del automóvil, las debilidades institucionales…
En todo esto, de lleno entra en juego el urbanismo feminista. Un urbanismo que «aboga por el derecho a la vida humana», por poner en el centro a vida cotidiana desde la diversidad. Procura dar «el mismo valor» a la vida reproductiva, productiva, personal y pública o comunitaria. Y para eso, hace falta atender a las necesidades concretas de aquellas personas que habitan los cuidados, asumidos mayoritariamente por las mujeres.
CIUDADES DE LOS CUIDADOS
La «crisis de los cuidados» comenzó con la entrada de la mujer en el mercado laboral. El síndrome de las abuelas y de los abuelos esclavos, la soledad de las personas mayores o la transferencia de los cuidados a las mujeres migrantes o precarizadas vino justo después. Y en el diseño de los espacios también reside el deber de facilitar la vida de las que cuidan y precisan ser cuidadas.
Natalia Campos y María Ríos apuntan varios objetivos en los que trabajar en este sentido. Dar respuesta a las necesidades diarias implica una apuesta por la movilidad universal: «Disminuir el número y la distancia de los desplazamientos cotidianos» mediante la creación de rutas bien dotadas, bien señalizadas, con pavimentos idóneos y vivas -seguras-. También mediante la priorización del transporte público, cuyas mayores usuarias son las mujeres. E igualmente, la accesibilidad debe estar en el centro, respondiendo a las diversidades sociales en función de la edad, de las capacidades personales…
En cuarto lugar, la seguridad. «Cuando los espacios se perciben seguros y no hay riesgo de que ocurran accidentes, los cuidados se simplifican y las personas más vulnerables ganan autonomía», relatan las urbanistas. De la mano de la seguridad viene también la creación de una red de barrio próxima, esto es, que el entorno próximo en el que vivimos albergue espacios donde realizar toda nuestra vida cotidiana. Plazas, parques, jardines y lugares colectivos «facilitan el cuidado y el autocoidado». Se trata de crear un espacio público «de calidad», que las personas sean capaces de sentir suyo. «La perspectiva de género, en el diseño de estes lugares, marcará la diferencia», sentencian las urbanistas.
Y por último, Campos y Ríos apelan a mejorar las políticas de acceso a la vivienda frente a la turistificación y gentrificación de los lugares. «Según las estadísticas, hay un colectivo de mujeres mayores empobrecidas -por no haberse reconocido los trabajos reproductivos a los que se dedicaron- que viven en cascos históricos y que sufren la presión derivada de estes procesos». Favorecer, por tanto, la autonomía de estes grupos más vulnerables dentro del barrio supone «garantizar su derecho al espacio público».
CIUDADES SEGURAS: CALLES CON OJOS
«Cuando una ciudad no es segura, no es segura para nadie; y si las mujeres nos sentimos inseguras, el problema es social, global». Amparo Casares aboga por una ciudad vital para ejercer ese derecho pleno al espacio. En concreto las ciudades gallegas no son especialmente inseguras ni violentas, mas la sensación de inseguridad viene «muy relacionada con el género y con los privilegios», comentan Campos y Ríos. Las agresiones sexuales son «la principal causa coercitiva de la libertad» de las mujeres en el uso del espacio, en especial por las noches.
Es habitual que las jóvenes cambien sus intinerarios más eficientes por aquellos en los que se sienten más seguras. O que dependan de alguna persona que las acompañen. De nuevo en este caso, el diseño de los espacios puede ayudar a reducir esa percepción de inseguridad. Por una parte, apuntan las urbanistas, evitando que las ciudades estén zonificadas y apostando por una «mezcla compleja de actividades» que permita realizar muchas tareas cotidianas en el entorno próximo.
Se trata de crear «calles con ojos»: «que veas bien y seas vista». El diseño del propio espacio urbano debe permitir, por tanto, la construcción de zonas de buena visibilidad. Y por la otra banda, hace falta potenciar la vida de barrio. «Se está hablando en estos días de la propuesta de la alcaldesa de París: la ciudad de los quince minutos. Pues es justamente eso». Es decir, que nuestro día a día se pueda desarrollar dentro del barrio y que tengamos acceso a una buena red de movilidad.
El MAYOR DEFECTO… LA MOVILIDAD
Las tres urbanistas coincidin en que este, el de la movilidad, es uno de los primeros retos que tiene por delante Galicia. La dependencia del vehículo personal y la «falta de una red de itinerarios eficientes y seguros para los desplazamientos a pie, en bicicleta o en vehículos de movilidad personal» es el «gran defecto» para ejercer la autonomía en la ciudad, principalmente de los colectivos más vulnerables. Acontece el incluso con la red de transporte público, relegada frente al coche particular. «Claro está que quien diseñó la ciudad pensó que las personas se desplazaban en coche privado. Simplemente con que diseñara la ciudad una persona que utilizaba transporte público, sería totalmente distinta», argumenta Amparo Casares-
Un transporte público que conecte los distintos cascos urbanos, otro que facilite la movilidad dentro de los propios núcleos y otro que enlace el rural gallego, marcado por su desarrollo difuso, son desafíos aún sin respuesta eficiente.
EN EL RURAL, El DOBLE DE TRABAJO
En las zonas rurales, los problemas se potencian. La despoblación a la que vienen abocadas desde hace ya mucho tiempo genera cada vez más dificultades en el día a día de sus habitantes. Campos y Ríos destacan por encima de todo la soledad de las personas que sobreviven en él, que en buena medida son «mujeres y empobrecidas». Por tanto, el rural precisa, dicen, de unas políticas «decidas e innovadoras». «Al rural se le está asignando el rol de salvaguardar la cultura, como si de un museo etnográfico se tratara, pero bien entendido, tiene los pilares necesarios para acoger las últimas tendencias de una vida contemporánea«.
La respuesta a los desafíos pasa, entonces, por la «redefinición del propio hábitat». Y también por la visibilización de los trabajos reproductivos y productivos y por el empleo de los espacios por parte de todas las personas. «Ve al bar y mira quién está allí… El problema está radicalizado en el rural y seguramente las mujeres cuenten con menos herramientas para superarlo», sentencia Casares.
Ella es optimista, pero también escéptica. «A los profesionales del urbanismo no les queda más remedio que escucharnos y aplicar la perspectiva de género. Sé que mejoramos, pero me pregunto: si no fuera tan necesario el replanteamiento de las ciudades, nos escucharían?». Y se vuelve a preguntar: «Hoy en día son aceptadas las mujeres en las decisiones importantes?, Significa poder las posiciones en las que estamos?».
Quedan muchas respuestas que buscar, pero lo cierto es que las urbanistas que trabajan desde una perspectiva de género llevan tiempo pisando firme en el camino. A fin de cuentas, son ellas mismas quien lo diseñan.