El silencio se hizo con las calles. Hace ya tiempo que no se escucha revuelo en las terrazas y en los bares, que los coches no hacen sonar sus bocinas en atascos infinitos, que las taladros no ensordecen en obras en cada esquina… También se calló el ruido comunitario, del vecindario activo – esa media conversación que pillas cuando pasas por delante de una tienda o esa carcajada que sobresale desde el otro lado de la acera -. Las personas nos confinamos en nuestras casas y, a la vez, los pájaros se ven dueños de un espacio sonoro más libre.
La contaminación acústica baja y la ciudad se vuelve más «caminable». Lo notan mucho las personas invidentes, para quien los ruidos significan mucho más que para cualquiera otra persona, y que en estos días habitan los espacios – ese camino hacia tienda del barrio o hacia la farmacia – de una manera muy diferente.
LA EXPERIENCIA DE CARME
«Todo ese ruido que antes tanto me molestaba, ese que nos desconcentraba y nos hacía perder las referencias, ahora, paradojicamente, lo estrañamos mucho». Quien habla es Carme Lucía Villalobos, una mujer invidente que vive en Compostela y que siente el silencio de la calle desde el interior de su vivienda. «Es increíble, irreal, no eres capaz de entenderlo!».
Ella lleva sin pisar la ciudad desde el día 12 de marzo. Tiene la suerte, cuenta, de que su marido se encarga de hacer la compra y el resto de recados que precisan en el día a día. «Hay que tener en cuenta que nosotros tenemos una dificultad añadida: la gente ve con los ojos, pero nosotros vemos con las manos«. Tocar es inherente a su forma de vivir, cosa que justo en este tiempo resulta lo menos recomendable. Los guantes para ellos tampoco son la solución, porque «te quitan más vista de la que ya no tenemos, te quedas sin tacto». Por eso, y ya que «el miedo es libre!», Carme se siente en la casa en un espacio seguro.
Según los datos de la ONCE, en Galicia hay 3.802 personas ciegas, de las cuales el 40% son personas mayores de 65 años. El 25% de ellas no ve nada y el 75% restante tiene algún «residuo visual» que le permite cierta autonomía. Carme Lucía echa de menos esa quedada con los amigos, esas actividades a las que siempre acudía. Mas el día se le va pasando entre llamada y llamada y alguna que otra videoconferencia. «Aunque a nosotros no nos interesen, así los amigos pueden vernos; a veces nos reunimos hasta 10 personas, con la taza de café en la mano y todo!», habla sonriente. «Si me cuentan todo esto hace dos meses, diría que lo iba a llevar muy, muy mal; pero crear rutinas en el día a día me ayuda».
LA EXPERIENCIA DE JESÚS
En la otra ciudad grande de la provincia, en un piso céntrico de A Coruña, Jesús Suárez hace todo un recorrido con su mano hasta llegar al botón del ascensor. Realiza esta maniobra cada vez que baja hacer la compa a las tiendas de toda la vida. «Son más pequeñas y está todo más controlado», cuenta. «No se me ocurre meterme en un gran supermercado». Por seguridad y también por concienciación: «Las tiendas de barrio tienen mucha importancia y creo que están funcionando muy bien», reivindica. Así pues, bastón en una mano y bolsas en la otra, camina por los lugares que ya tiene muy aprendidos en la memoria.
«Ahora sólo se escucha silencio, notas esa sensación de ciudad vacía, de que no te cruzas con nadie, de que no hay coches… Todo eso me genera cierta inseguridad«. Si Jesús se encuentra perdido o con alguna duda, tendría más dificultades ahora para preguntar o buscar referencias. «Nunca pensé yo que el revuelo de la gente y el ruido de la ciudad se podía echar tanto en falta», relata. «Para nosotros los ruidos significan mucho más que para otras personas». Ahora, cuando se acerca a un cruce de calles, no tiene las referencias de los coches tan claras, por lo que se ve en la necesidad de «poner más atención».
La distancia de seguridad con él la deben marcar el resto de personas que caminan por la calle. Esta medida también se puede volver un problema añadido en momentos puntuales. «La gente sabe que te tiene que tocar para ayudarte a hacer algo, pero ahora tiene miedo a acercarse…». O te hablan con claridad, dice Jesús, o realmente puede uno sentirse «en una isla». «Si ocurriera algo, no está nadie a tu lado, te quedas parado, metes un grito… No sabes bien cómo hacer», reconoce.
De vuelta de la compra, Jesús deja el bastón en la entrada de la casa. «Es un elemento que toca toda la calle, muchísimas superficies por donde alguien pudo escupir, tirar una colilla… Se trata de un foco de infección importante, por eso no toca mi casa».
LA EXPERIENCIA DE FELIPE
Cerca de Jesús, en el barrio de Montealto, vive Felipe Cotelo. Él tiene un Gadis justo debajo de su casa, pero también prefiere ir al pequeño comercio. Lo que más lo limita, cuenta, «es esa sensación de no saber exactamente si puedes entrar, se tienes que esperar, si estás en la distancia adecuada… Estás un poco perdido». Eso sí, por la calle camina ahora mucho más ligero. Ni se encuentra con carteles de bares, ni con tanta obra, ni con ningún otro atranco que le impida andar con tranquilidad. «Lo poco que sales, lo notas». «A veces el ruido del tráfico te orienta, pero cuando es demasiado te deja a dos velas, porque ni ves ni oyes».
Felipe realiza talleres de cuero, hace teatro y forma parte de una coral dentro de la Asociación de Afectados por Retinosis Pigmentaria, la enfermedad que le dejó sin vista. Ahora todas esas actividades se paralizaron y se enfrenta a la futura vuelta progresiva a la normalidad no sin miedo. «Te sientes delante de un precipicio en el que no sabes qué hacer», relata. «Para nosotros es muy difícil mantener las distancias; entras en un bus y tienes que ir tocando para ubicarte… Eso me produce un poco de inquietud». Más aún cuando intuye cierta «psicosis» al contacto. «Poco a poco y paso a paso».
Carme también piensa que, después de que se levante el estado de alarma, esperará un poquito más para salir. «Poco a poco», dice ella también. «Eso sí, extrañamos mucho los abrazos, los besos, y todas esas cosas!».