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Coronavirus no se escribe con ‘M’ de Madrid

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Parece que fue hace un mes cuando nos sumimos en esta pesadilla. Un mal y largo sueño colectivo en el que se fue contagiando la fantasía de que todo comenzó en Madrid, de que la capital fue el lugar en el que brotó la epidemia del coronavirus en España y de que “los madrileños” –gentilicio que los que no viven aquí acostumbran a usar con una carga semántica negativa– son los culpables de que el SARS-CoV-2 viajara por todas las provincias e infectara a millares de personas. Nada de eso, por supuesto, es verdad. Las fantasías, fantasías son. Pero en una sociedad de memoria frágil y raquítica –moldeada y manipulada en las redes infecciosas de Internet (eso que la mayoría llama redes sociales)–, las creencias se imponen a los hechos y datos contrastados (lo que los adoradores de la posverdad llaman “hechos alternativos”). A esta “verdad alternativa” que habla de que los malvados y egoístas madrileños han propagado un virus por toda España también han contribuido los medios con titulares sensacionalistas y sesgados.

Miren ustedes, para hablar de Madrid hay que conocer Madrid. Y quien conoce Madrid sabe que en esta ciudad de acogida, multicultural y abierta, los “madrileños” son minoría. Aquí vivimos cientos de miles de gallegos, asturianos, vascos, catalanes, canarios, andaluces, extremeños, murcianos, leoneses, manchegos… Somos muchos más los perros famélicos que hemos venido a alimentarnos de Madrid que los gatos (como se les llama a los madrileños de pura cepa, cuyos padres y abuelos son naturales de aquí), difíciles de encontrar. Y esa una de las razones por las que siempre me he sentido como en casa, porque Madrid me recuerda al Vigo en el que nací y crecí, en el que cada viernes, al atardecer, mis compañeros de colegio marchaban con sus padres y volvían los domingos por la noche cargados de patatas,  grelos, pollos… Decían que iban a la aldea, y yo no sabía qué era eso, porque éramos de Vigo, de varias generaciones. Así que para mí no es raro vivir en una ciudad en la que los nativos son los extraños y los parias, los que ven como cada fin de semana su vecindario se vacía.

Hay dos tipos de personas que marchan de Madrid cada viernes o víspera de festivo: los que no somos de Madrid (la mayoría) y la clase alta madrileña que disfruta de chalés en la sierra (una minoría en un área metropolitana de 6,5 millones de habitantes). Los atascos en las vías de salida de la capital son un clásico, una costumbre, una tradición, un ritual, una manera de vida. Millares de toledanos vuelven a las villas y aldeas de las que proceden; también segovianos, abulenses, guadalajareños, conquenses, sorianos… Son los más próximos a sus residencias de origen y no pierden un fin de semana o un puente festivo en Madrid; marchan y vuelven los domingos al anochecer, cargados de suministros (cómo hacían ourensanos y lucenses en Vigo). Son, también, los que hicieron crecer el área metropolitana, los que ocuparon lo que llaman ciudades dormitorio, un cinto de urbes que rodean la capital y que hoy dibujan un paisaje uniforme en el que predomina el ocre ladrilloso donde hasta no hace mucho había pequeñas villas casi aisladas: Móstoles, Fuenlabrada, Alcalá de Henares, Leganés, Getafe, Alcorcón, Torrejón de Ardoz, Parla, Alcobendas, Las Rozas, San Sebastián de los Reyes, Pozuelo de Alarcón, Coslada, Valdemoro, Majadahonda… Hoy, algunas de estas urbes emergentes –en las que se asienta principalmente la clase obrera– son casi tan grandes como Vigo o A Coruña y todas, tanto o más populosas que Santiago de Compostela, Ourense, Lugo, Pontevedra y Ferrol.

Luego están, como decía, los privilegiados que tienen segundas residencias en la sierra madrileña. Tampoco fallan cada viernes al ritual de huida de la ciudad. Podemos abrir el abanico y ampliar este grupo al de los nativos madrileños que escapan, llegados los puentes festivos y las vacaciones, a la costa, donde ocupan segundas residencias, casas y pisos vacacionales de alquiler, hoteles, campings, albergues… Son los que forman parte de esa fauna exótica –para algunos, invasora– que cada Semana Santa y verano se desplaza en procesión hacia las zonas de playa de Galicia, del Cantábrico, del Levante, Andalucía, Baleares y Canarias.

Y, por último, estamos los demás, la mayoría social, los acogidos: gallegos, andaluces, catalanes, vascos, extremeños, riojanos, asturianos, cántabros, canarios… Nosotros no escapamos cada fin de semana; alternamos. Nuestras familias y amigos de la infancia están más lejos, no tenemos propiedades en la sierra y, para muchos, sigue siendo más difícil llegar desde Madrid a sus ciudades y pueblos de origen que a Londres, Roma, París o Berlín. Así que pasamos muchos fines de semana aquí, en los Madriles, manteniendo los negocios de los bares, e intentamos volver a la tierra en los puentes que nos agasaja el calendario de festivos. Y en las vacaciones, aprovechamos las muchas conexiones que nos ofrece la capital para ver mundo.

Pensará el lector a qué viene esta descripción sociodemográfica de Madrid y qué tiene que ver esto con la pandemia de coronavirus… Pues todo. Porque en esta descripción queda, en parte, refutada la falsa idea de que “los madrileños irresponsables e insolidarios desparramaron el virus por toda España”.

Este miércoles y jueves pasados, en el comienzo de la Semana menos Santa y más recogida de las que hemos vivido, han vuelto a los medios los titulares sesgados y sensacionalistas que identifican reiteradamente, desde que comenzó esta crisis sanitaria, a los “madrileños” como la pandemia: “Segovia se blinda ante los madrileños en Semana Santa”, “La invasión temeraria de los madrileños”, “Madrileños incívicos invaden las dos Castillas, que se desbordan” …  El mantra sigue extendiéndose, también desde las redes infecciosas de Internet.

Porque en realidad, los que conocemos Madrid y vivimos en ella sabemos que los retratados en sus coches en atascos en las vías de salida son, en su mayoría, los trabajadores que cada día entran y salen de la ciudad para ganarse el pan, poniendo en riesgo su salud en estos momentos –madrileños, pero también segovianos, toledanos, gallegos, asturianos, andaluces…–, a los que se intenta estigmatizar; los chivos  expiatorios para ganar clics fáciles en las noticias de los medios en línea o conseguir cientos o miles de retuits y likes en Twitter, Facebook o Instagram. Basta una imagen de un atasco puntual en una vía madrileña para que los “hechos alternativos” se propaguen más rápido que el propio coronavirus.

No vale de nada que la propia Dirección General de Tráfico, la Policía, la Guardia Civil o las autoridades gubernamentales expliquen que esos atascos no se deben a una presunta huida masiva de “madrileños”, sino a los controles que frenan el flujo del escaso tráfico que hay en las carreteras. No vale de nada que estos atascos se produzcan también en otros territorios. Tampoco vale de nada que se aporten datos oficiales que prueban que el tráfico de vehículos en Madrid ha caído en los últimos días un 91,5 % (medio punto por encima de la media estatal). No vale siquiera que alcaldes de pueblos y paisanos de aldeas reconozcan que entre los poquísimos que consiguieron trasladarse a segundas residencias por todo el Estado en las últimas semanas llegaron también gentes de Cataluña, Valencia o Euskadi, no solo de Madrid, o que muchos de esos desplazados no son madrileños, sino originarios de esos pueblos y aldeas que emigraron y mantienen allí viviendas que ahora han ocupado clandestinamente, saltándose las advertencias de las autoridades. No vale de nada la verdad en tiempos infecciosos. Los “madrileños” tienen la culpa de lo que sucede; los “madrileños” son el virus.

¿LLEVARON LOS MADRILEÑOS EL VIRUS A GALICIA?

Se ha propagado en Galicia la retorcida idea de que el virus lo llevaron madrileños insensatos, de que Galicia nunca habría sufrido el golpe de la Covid-19 de no ser por los de la Meseta. Se señala a Madrid como origen del brote y a los “madrileños” como causantes de la propagación. Bien, antes de refutar esto, cabe preguntarse: ¿culpamos a la pobre gente de Wuhan (China) –donde se originó la epidemia– por la propagación mundial del coronavirus?, ¿señalamos y estigmatizamos a alemanes e italianos por ser sus países la fuente de los primeros casos importados en España? Ni lo hacemos ni sería justo, todo el contrario, sería abominable.

Dicho esto, en una sociedad, como decíamos, de memoria frágil y raquítica, es fácil alterar la historia y reescribirla. Por eso es necesario recuperar los hechos tal y como acontecieron, para que no se pueda manipular la verdad.

No es cierto que Madrid fuese el lugar donde brotó y desde donde se empezó a propagar el virus en España, como se pretende hacer creer ahora. El primer caso de coronavirus en España se detectó el 31 de enero en la isla de La Gomera, en las Canarias. El infectado, alemán, se había contagiado en su país (hasta ahora todas las evidencias señalan a Alemania como primero foco de contagio en Europa).

Y si nos ceñimos a la España peninsular, tampoco Madrid fue el lugar donde se detectó el primer caso. Fue en Barcelona, el 25 de febrero: una mujer que había estado de viaje en el norte de Italia, principal foco de la epidemia en aquel país. Antes ya habían sido identificados más positivos insulares, en Mallorca y Tenerife. Luego llegaría otra confirmación en la Comunidad Valenciana y, finalmente, Madrid se sumaba el 27 de febrero a la lista de positivos, cuatro semanas después del primero caso detectado.

Todos los primeros casos en España fueron importados, esto es, contagios producidos fuera del país. Es así como se propagó por todo el mundo. Y Galicia no iba a ser una excepción en el planeta, por eso no se entiende ese lenguaje beligerante que existe contra los llamados “casos importados” que se atribuyen a madrileños.

Vayamos al primer caso detectado en Galicia. Saibemos que fue importado de Madrid. Pero ¿en qué circunstancias? El positivo se dio a conocer en los medios el 4 de marzo, pero el paciente ya había sido identificado dos días antes, al acudir al Complejo Hospitalario Universitario A Coruña (CHUAC). El hombre, de 49 años, llevaba dos días en Galicia. No había ido de vacaciones ni escapando de la epidemia; fuentes cercanas a este hombre me han confirmado que había viajado a A Coruña para una entrevista de trabajo en Inditex. Nada raro ni punible. El derecho a buscarse la vida.

Para contextualizar mejor esto es necesario recordar que el 28 de febrero los casos de coronavirus confirmados en Madrid eran tan solo cinco y el 1 de marzo los positivos en toda España eran 83. No había alerta roja política ni social en aquel momento. Y el estado de alarma y el confinamiento de toda la población no se veía como una prioridad, ni siquiera como una posibilidad. De hecho, pocos días después se celebraron en todo el país las manifestaciones del 8M, Día Internacional de la Mujer.

Los dos siguientes casos se detectaron en el Hospital Álvaro Cunqueiro de Vigo, en una pareja que había viajado a Madrid; no eran “madrileños” que habían traído el virus, sino residentes en Moaña que habían contraído el virus en Madrid y que se lo transmitieron a su hijo de 15 años, cuarto caso confirmado en Galicia.

En los siguientes días fueron confirmándose más positivos. El primero en Ourense, el de una profesora del centro de los Salesianos Colegio María Auxiliadora que se había contagiado en un viaje a Venecia; en Pontevedra, el de un nativo que había viajado a Madrid; en Santiago, el de una estudiante gallega que había regresado de la capital de España…

Con todo, se mantiene el  mantra de que los “madrileños” fueron los que llevaron el virus a Galicia, cuando en la mayor parte de los primeros casos fueron gallegos los que lo importaron –y a los que nadie razonable acusaría de llevar el virus y propagarlo (quién porta y adónde lleva el SARS-CoV-2 no debería ser tema de discusión y polémica para atacarnos los uno a los otros, cuando estamos ante un virus que no entiende de fronteras ni de identidades nacionales).

¿Hay madrileños irresponsables e insolidarios? ¡Por supuesto! Hemos visto algunos en televisión. Pero son una anécdota, una minoría insignificante, igual que los gallegos, vascos, catalanes, andaluces, asturianos o canarios que cada día se saltan, de una forma o de otra, el confinamiento. Los datos son los que son: los que se saltan el estado de alarma son una minoría en un país en el que la inmensa mayoría está cumpliendo el confinamiento, también aquí, en Madrid.

MADRID NO ME MATA

En el barrio en el que vivo, Chueca –uno de los más populares de la ciudad–, los únicos pisos vacíos hoy son los que hasta ahora se dedicaban para albergar turistas (los famosos pisos turísticos que proliferaron aquí y que rechazamos con carteles en los balcones con los que denunciamos cómo se está expulsando a los vecinos del barrio) y las viviendas de una minoría entre los que somos de fuera y han regresado a sus ciudades y pueblos de origen antes de decretarse el estado de alarma. La inmensa mayoría nos hemos quedado, madrileños y acogidos.

Tuvimos la oportunidad de marchar antes de la entrada en vigor del decreto de alarma, cuando ya éramos conscientes de que la epidemia aquí estaba descontrolada y bares, restaurantes, calles y comercios se vaciaban, al tiempo que empezaban a escasear alimentos, geles, guantes y máscaras, mientras en Galicia y en otros puntos del Estado nos observabais desde la normalidad y a una distancia de seguridad que os hacía inmunes a lo que en Madrid ya era una tragedia. Aquí, la pesadilla comenzó antes. Y también la responsabilidad social. Millones nos quedamos y decidimos autoconfinarnos antes de que fuera un deber por real decreto. No quisimos ser potenciales transportistas del virus y asumimos los mayores riesgos que tiene vivir hoy en Madrid que en Galicia o en cualquier otro lugar de España. Pero nunca culparía ni señalaría, por ejemplo, a mis alumnos de Periodismo en la Universidad Carlos III de Madrid –de toda España, también de Galicia– que volvieron a sus casas con sus familias cuando ya sabíamos aquí que el virus estaba desbocado.

Por eso no entendemos y nos duele, mucho, la campaña que se ha hecho contra los que habitamos Madrid. Porque uno es de donde pace, no de donde nace. Y molesta que se generalicen casos aislados y que solo se hable de los “madrileños” –que somos los que aquí vivimos– como villanos y no como héroes que decidimos no escapar, asumir los riesgos y proteger a otros. ¿Quién habla de esos millones de madrileños autóctonos y de adopción? ¿Dónde están los titulares para nosotros?

Somos los más golpeados por el coronavirus y también por el virus de la animadversión política, como si cada uno de los que vivimos en Madrid fuésemos responsables de que aquí radiquen La Zarzuela y La Moncloa, como si solo nostros decidiéramos quién y cómo se gobierna España, como si no hubiera más fachas que en Madrid, como si la Guerra Civil, la dictadura franquista y las hondas heridas que dejaron, y aún duelen, fueran obra de los “madrileños”. Ni Madrid ni los madrileños son culpables de nada, como tampoco lo somos los gallegos por compartir identidad con el dictador Francisco Franco o por haber caído Galicia en el golpe de estado de 1936 tres años antes que Madrid, una de las últimas ciudades en rendirse a las fuerzas fascistas. Cada vez que se usa el gentilicio “madrileños” con una carga semántica negativa, se está insultando a ciudadanos de todas las condiciones y orígenes; cada vez que alguien se vale de la trampa de la sinécdoque e identifica Madrid como “la España maligna”, se ataca a gallegos, vascos, catalanes, andaluces, canarios, asturianos y gentes humildes de todo el Estado que somos parte de esta ciudad. Y cada vez que se mezcla una epidemia vírica con obstinaciones ideológicas y peleas políticas, nos hacemos más débiles ante el virus.

Dejen que les cuente ahora cómo estamos viviendo aquí la crisis. Cada día salgo con mi perro a la calle para –como se dice ahora, en tiempos de estado de alarma– cubrir sus necesidades fisiológicas. Desde el primer día, y vayas a la hora que vayas, la Gran Vía de Madrid es una arteria muerta, sin sangre. Autobuses y taxis vacíos y algún coche de las policías nacional y local son casi el único rastro observable y audible que queda de vida humana en el asfalto de la céntrica vía madrileña. De cuando en cuando, también un turismo con algún trabajador, los repartidores de Glovo o Deliveroo en bicis y motos, y distribuidores de alimentos y productos básicos parecen tener la intención de llenar de nuevo de sonido y movimiento esta mítica calle. Pero el silencio y la quietud se imponen.

Pasear el perro por la vecina Gran Vía –a unos 300 metros de mi casa– es la opción que he tomado para intentar guardar las distancias de seguridad. En Chueca, las calles son estrechas, demasiado como para evitar el roce con los que también pasean sus perros o con los que hacen colas en los supermecados y farmacias del barrio. Gran Vía tiene aceras con un ancho inmenso tras la reforma del anterior Gobierno, de Manuela Carmena. En esa inmensidad, entre edificios imponentes de arquitectura exquisita, mi perro –un labrador negro de 10 meses– y yo nos sentimos dueños de la nada, de un vacío que acojona tanto como el propio virus o la presencia de la Policía Nacional y Local. Bajar al perro, contra lo que piensan muchos, no es nada agradable en estos tiempos.

En las últimas dos semanas no han sido pocos los casos de abusos policiales que vivimos los dueños de perros en Madrid. Multas y amenazas injustificadas por parte de algunos agentes nos tienen atemorizados. A pesar de que en el real decreto del estado de alarma no hay una sola línea que regule los paseos con los perros, y aunque el propio Gobierno español ha dicho que no hay límite de espacio y tiempo para bajar a nuestros animales, más allá del que se considera que es necesario para cubrir sus necesidades fisiológicas –que no son solo defecar y mear–, algunos policías se están tomando la justicia por su mano. Hace unos días conocía el caso de una vecina que fue multada a escasos metros de su casa por pasear a su perro en un trayecto que no era rectilíneo (absurdo); supe de su caso el mismo día que mi pareja –madrileña de pura cepa– había sido advertida por una agente de la Policía Nacional en la plaza de Chueca –a solo 100 metros de nuestra casa– por ir con nuestro perro, Banksy (sí, el nombre del famoso grafitero). El encuentro fue, más o menos, como se relata a continuación:

— Hola. ¿Qué hace por aquí?

— Pasear con mi perro.

— Esa palabra está prohibida, no la use.

— ¿Qué palabra?

— Pasear…

— Perdón, estoy bajando a mi perro.

— ¿Usted no sabe que está poniendo en peligro la seguridad de todo el país?

— (Silencio).

— Deme su DNI.

— Tome, el DNI y la cartilla del perro.

— Vamos a tomar nota de sus datos y a enviarlos a comisaría. Esto puede ser motivo de sanción.

— Pero si no estoy haciendo nada. He bajado a mi perro y no me he acercado a nadie…

— Acérquese más…

— ¿Cómo? ¿Pero no hay que guardar una distancia de seguridad para evitar contagios?

— Le he dicho que se acerque más…

— (Silencio).

— Como le he dicho, vamos a proceder a tomar sus datos y la próxima vez que la veamos más allá del portal de su casa, la sancionaremos. Y la multa podrá ser de hasta 30.000 euros.

— ¿Qué?

— Y le informo de que a partir de la próxima semana su perro tendrá que hacer sus necesidades en la alfombra de su casa.

Bárbara, mi pareja, llegó a casa con un ataque de estrés. Le causaron más daño psicológico del que ya padecemos.

Casos como estos se están repitiendo por todo Madrid. “Algunos polis están muy subidos y andan muy chulos, ten cuidado”, me dijo hace unos días un vecino que también tuvo problemas por andar con su perro por el barrio.

Desde entonces, en mi móvil llevo el documento oficial publicado por la Vicepresidencia Segunda del Gobierno y Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030, titulado ‘Preguntas frecuentes sobre las medidas sociales contra el coronavirus’, en el que se dice:

DERECHOS DE LOS ANIMALES

En esta situación de grave crisis el Gobierno y todas las administraciones públicas garantizan el bienestar de los animales. La Dirección General de Derechos de los animales en coordinación con el Ministerio de Sanidad y las administraciones locales han emitido recomendaciones para cumplir con la necesaria cuarentena y a la vez garantizar el bienestar animal.

SACAR A PASEAR A PERROS

¿Se puede sacar a los perros? Se permite salir del domicilio con el fin de sacar a pasear a los perros. Para ello de forma segura es conveniente seguir l as siguientes medidas:

· Realizar paseos cortos, el tiempo necesario para cubrir las necesidades fisiológicas del animal.

· Evitar el contacto con otros animales y/o personas.

· Llevar botella de agua con detergente para limpiar la orina y bolsas para las heces.

· Priorizar horarios de menor afluencia.

También llevo conmigo en el teléfono, en pdf, una guía del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid sobre los derechos que tenemos los dueños de perros y dirigida “a todos aquellos organismos públicos que no están creando los protocolos y acuerdos necesarios, incumpliendo con ello las directrices que les envía el Gobierno y que además, desconociendo el alcance de sus competencias, están restringiendo derechos sin tener competencias para ello, lo cual va en contra de la normativa vigente”.

Entre otras cousas, este documento especifica: “Las necesidades fisiológicas de un animal no son exclusivamente orinar y defecar, sino las necesidades inherentes a sus respectivas razas. Por ello no se establece ningún máximo de tiempo para dichos paseos, sobre todo dado que las necesidades fisiológicas de todos los animales no son las mismas, siendo que un galgo necesitará un paseo de más tiempo y más distancia que un yorkshire y que de no hacerse los animales pueden entrar en estados de ansiedad que compliquen la convivencia en los domicilios, sobre todo si hay más animales, todo ello además teniendo en cuenta que pasear al animal en solitario y con las debidas medidas de seguridad no pone en riesgo a las personas, que es el objetivo de estas medidas. Sin embargo, se están imponiendo sanciones a personas que pasean a sus perros con el argumento de que se limita a 100 metros la distancia a su casa o a 10 minutos de paseo, lo cual no está establecido por el Real Decreto ni por la Instrucción que lo complementa, por lo cual tales argumentos no pueden aplicarse a la población, la cual está sujeta únicamente a las disposiciones que el gobierno establezca en el Real Decreto y sus instrucciones complementarias”.

Puede que a los que gustan de abusar de su autoridad no les importe lo que digan el propio Gobierno o los abogados; puede que cualquier día me detengan o me pongan una multa por simplemente bajar a mi perro, pero tenemos el deber cívico, democrático y moral de protegernos y defendernos de los que abusan del Estado de Derecho.

La actitud desproporcionada de algunos agentes no puede empañar la labor de todo el colectivo, al igual que la irresponsabilidad de unos pocos madrileños no puede dar lugar a críticas y ataques injustos a la población de Madrid. Tengo aquí un amigo en la Policía local que para mí es un héroe. Ha sido destinado al Palacio de Hielo, una inmensa morgue improvisada donde se acumulan los féretros de los fallecidos por coronavirus. Cada día, este amigo se enfrenta al peor y más trágico de los episodios de esta crisis: la muerte. Temo por el impacto psicológico que tendrá en él. Su esposa, también. Pero también tenemos miedo de que se contagie por la exposición al virus.

La máscara que lleva ahora tuvo que comprarla en el mercado alternativo y especulativo que hay en Internet. La lleva desde hace un par de semanas y tiene que reusarla todos los días. “Se me ha llegado a poner marrón”, me comentó un día.

La situación en los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad es dramática. A la falta de material de protección se suma el aumento incesante de casos. Sé, por una fuente de la Guardia Civil, que esta semana ha sido detectado un foco de contagio en una unidad de la Benemérita aquí en Madrid. Hay cinco positivos asintomáticos confirmados, pero se teme que la cifra se eleve a unos 85, según me cuentan.

No son los únicos casos que conozco de cerca. En el Hospital La Paz de Madrid, un conocido que trabaja en la cocina dio también positivo. Tiene mujer e hija, pero a ellas no les van a hacer los tests, a pesar de haber estado expuestas al coronavirus a través de él.

Pasan los días y, lejos de sentirnos más tranquilos, aquí, en Madrid, nos vemos cada vez más rodeados por un virus que nos golpea física y psicológicamente como en ninguna otra parte del Estado. Ni siquiera sabemos si ya hemos sido infectados –esa es la esperanza que compartimos los que no hemos sido diagnosticados, soñando que somos asintomáticos o casos leves– y si no ha sido así, nos asusta que inevitablemente nos golpee en algún momento el virus y tememos ser trasladados a un hospital desbordado o a un almacén masivo de enfermos como el Ifema, separados de los nuestros, con el miedo a morir sin poder despedirnos.

Mientras esperamos por el virus, y conscientes de que seremos los últimos en España en volver a la normalidad, volvemos a salir a las ventanas y balcones para aplaudir a los héroes, a defender la sanidad pública y a darnos aliento entre nosotros. Somos millones en Madrid los que lo hacemos cada día a las ocho de la tarde. Somos la prueba de que Madrid también es solidario.

No nos culpen a los que vivimos aquí de esta tragedia que nos golpea a todos. Nosotros no somos el enemigo.

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