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(Vídeo) Así es la matanza del cerdo: una tradición milenaria en peligro de desaparición

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– Hoy la vaca tiene un ruido que no veas, no sé que tiene…

Esta mañana no era como otra cualquiera. La vaca de Clara lo sabía, y por eso bramaba. Lo sabían también las gallinas, que no se echaron fuera cuando abrió el día. Y lo sabía ella, la cerda, la mayor protagonista. «Ya está rosmando, ya nota que algo raro hay», analizaba su dueña cuando aún nada había comenzado. Cuando todo estaba por acontecer.

A su hermana le había tocado hace unos días, en otra casa de la misma familia. 272 kilos. «Buenísima». Esta es un poco más pequeña, echó ahí atrás varios días sin comer. Pero ya es vieja, ya hizo los tres años. «No va a tener tanta grasa como la de abajo. La de abajo tuvo de sobra». Tres hombres y dos mujeres vaticinan sobre lo que se encontrarán cuando el cuchillo traspase su piel. Se llevan enfrentando toda una vida a este ritual y es raro que sus pronósticos no se cumplan.

Entran en la corte donde se encuentra la futura víctima. Una mazorca de maíz y una tina negra con algo de comida para engañarla y una cuerda para atarle una pata. Los próximos minutos son tensos. Cerda, hombres y mujeres respiran agitados, pero al poco tiempo, todo se queda en unha calma estraña.

– Y logho quien dices que murió?

– (…)

– En Abellán también enterraron a otro. Me dijo Maruja que había ido al tanatorio el jueves.

– El otro día pregunté y me dijeron: ‘Pues murió una que nunca había muerto’. Mentira no es.

La cerda ya está acostada en el suelo, sin conocimiento. Las personas trabajan sobre ella colocadas a su alrededor. Lo primero que hacen es meterle una patata en la boca para preservarle la lengua. «Ahora sí que la abre». Luego, Clara calienta agua en una olla y la echa en una tina. Dentro, en el agua hirviendo, meten una bombona de butano y enganchan en ella el soplete. El aire de fuego va quemando los pelos de la cerda de la mano de uno de los hombres. Mientras, los demás se encargan de limpiar los restos chamuscados con el cepillo.

El silencio acapara la mayor parte del ritual, guiados por la mecánica aprendida a través del tiempo, pero en un momento, la conversación entre ellos no pasa por alto ese momento álgido en el que el animal pierde la vida:

– Así a todo, ahora sufren menos que antes, con el cuchillo…

-Ahora ya tampoco hay hombres, ya no encuentras quién lo haga.

-Ai, yo me acuerdo una vez… Lo habían puesto en la mesa, lo habían matado, se habían marchado a tomar el café y el cerdo les escapó pista arriba.

-Ser es siempre una pérdida. Esta era muy buena. La vaca nota que ya no está, no quiere que le marchen los animales de su lado.

Clara fue quien la cuidó y la alimentó durante sus tres años de vida. Ella también nota la pérdida. Fairy, cepillo y manguera en mano, después de mucho fregar, la cerca queda limpia como una patena, que dirían por aquí. Todos están a una, absolutamente coordinados en sus tareas. No hay dudas ni fallos. Hasta ahora, los cuchillos se habían usado en el proceso del limpiado, pero aun no habían cortado nada. Llegó el momento. «Ahora viene la sorpresa». Uno de los hombres comienza a hacerle los cortes precisos, en los lugares exactos, en aquellos bien aprendidos. «Ten acierto, que los dedos son pocos!». Las mujeres se dedican a pasar los órganos de las bandejas al agua fría.

El discurso se vuelve analítico:

-Mira, tiene alghunha boza. Algo le debía pasar porque no había manera de que se pusiera en celo.

-Los pulmones son pequeños.

-El corazón lo tiene grande.

-Y los dientes. Los dientes los tenía grandes.

-No hay queja.

Una puerta con ruedas hace de camilla para desplazar la cerda de un lado para otro. Montan a la víctima y se la llevan hasta la puerta de una pequeña cuadra. Dentro está la chimenea, una mesa de madera, un banco y una pequeña cocina donde Clara calentó las ollas de agua. Dentro también está la polea con la que colgarán el cuerpo ya vacío de órganos. Se preparan y tiran a favor. La cerda va subiendo y queda de pie en medio y medio del cuarto. Uno de los hombres le hace los últimos cortes antes de dejarla reposar hasta el día siguiente. Y el lar siempre da pie a hablar otro poco…

-No había manera de abrirle la boca, pobrecita… No quería morir, mi pobre… Tan bueniña que era. Era más buena… Ibas para junto de ella por la corte, mira, te roñaba, le tocabas en la boca o en lo que fuera y no te abría la boca para nada. Ai, a otra… la otra ya no es igual. Este año me parece que no tanta gente comprando cerdos como otros años, verdad Milio?

Clara cierra la puerta. Cada uno ve para su casa. Queda la mitad del trabajo. Al día siguiente vuelven a la faena.

DÍA 2: PARTIR El CERDO

Amanece con helada. «Esta noche cayó buena», comentan cuando se vuelven a juntar alrededor de la cerda. Por las bocas les sale aliento cada vez que hablan y respiran. Comienza la segunda jornada, más laboriosa y no menos intensa que la primera. Uno de los hombres parte el animal por la mitad, luego despieza la primera gran porción y luego la segunda. De esta vez, el trabajo se organiza en dos ejes bien diferenciados: en la cuadra quedan los tres hombres, con las dos mitades de la cerda en un banco. Fuera, en una mesa improvisada con un mantel de flores por encima, están las mujeres. Primero una, luego se une otra, luego otra, y más tarde otra.

Cuatro mujeres, cuatro cuchillos, cuatro tablas de madera, y enormes piezas de carne que uno de los hombres les va trayendo según van despiezando. «Esto es para chicharrones, chorizo y salchichones», explican. De fondo se escuchan los golpes del machete y la vaca, que no calla en toda la mañana. «Ni hierba comes, mi hija, como estás… Nunca tan mal te pusiste», le habla Clara desde la distancia, mirando de reojo hacia la corte.

«Mira que articulación más bien hecha tenía aquí», dicen ahora los hombres en la cuadra mientras analizan los huesos de la cerda. A un lado tienen una carretilla donde van echando las partes que luego salarán: la cabeza partida en dos, las costillas, el tocino… La mañana va levantando y el montón de carne de aquella carreta también.

-Está el tiempo medio tonto.

-Está… Xiada na lama, augha na cama!

-En O Campón enverdeció todo! Ya voy a tener que ir a plantar las cebollas.

Las mujeres siguen cortando pequeños trozos de carne con agilidad y paciencia, entre conversación y conversación. Una de ellas lleva una gorra de Larios a la cabeza, otra un chaleco de la Consellería de Traballo de la Xunta de Galicia. Tienen por delante una larga jornada, y no sólo la de hoy, sino la de varios días. Los hombres, llegado el mediodía, se dirigen a la labor de la salazón. Cruzan la pista con la carreta y llegan al espacio que hay debajo de las escaleras de la casa. Allí tienen tres sacos de sal gorda preparados. Uno de ellos entra dentro y le va pidiendo al que queda fuera las partes de la cerda en un orden concreto. «Siempre se colocan de la misma manera». La sal va cubriendo de blanco la carne hasta la cima.

Llega la hora de comer. Clara llevaba toda la mañana cociendo un caldo que arrecendía la cuadra en la que los hombres trabajaban. A la tarde volverán manos a la obra.

MUCHO MÁS QUE UNA MATANZA

Todo lo que acaba de acontecer es mucho más que una matanza. Es comunidad, es historia, es memoria, es tradición que sobrevive a la modernidad. De esto también sabe bien el antropólogo social Xoán Carlos García, que acaba de publicar el libro ‘A matanza del cerdo. Cultura y tradición’. «Este acto es muy importante desde el punto de vista antropológico por las relaciones de tipo social e intracomunitario, a nivel aldeano», comienza diciendo. Se trata de un trabajo colaborativo, de esos que pocos quedan hoy.

Además de la comensalidade, de ese encuentro que se produce como «fiesta», García también reafirma la división sexual del trabajo. Hombres y mujeres tienen asignados los roles por tradición. Si bien hoy en día se desfiguran en algunas casas, en otras se mantienen. «La mujer atiende la cerda paridera, el hombre compra los ranchos en la feria, el hombre sangra al cerdo, la mujer bate la sangre, el hombre quema la piel, las mujeres lavan al animal, el hombre lo vacía, la mujer escoge las tripas de la grasa, y adoba la zorza, y hace los chorizos…».

Tampoco faltan en este labor comunitario los rituales y las creencias para que todo salga según lo esperado. «Esto depende de las zonas», relata el antropólogo. A veces, cuando nacen los ranchos se les escupe en el rabo para que crezcan sanos. «Hay quien también hace caldo con los huesos de la matanza anterior para darle energía a la cerda paridera». Los dueños buscan siempre huir del mal de ojo, y para eso hay muchísimos métodos: algún amuleto, gotas de agua bendita en la cuadra, ajo, la llovizna de la noche de San Xoán… Se atiende también al ciclo de la luna y se evitan los domingos y los viernes para matar al cerdo. «Por lo visto la carne merma en la olla».

Del futuro… Poco se puede hablar, mas se augura complicado para esta tradición. «Se está perdiendo la cadena de conocimiento, los más jóvenes ya no tienen interés».


Son las nueve de la noche. Miro por la ventana y veo que ahí siguen, alrededor de la mesa, en la oscuridad de la noche, alumbrados por una pequeña lámpara, picando la carne. A lo largo de la tarde se sumó a esta labor el más joven de los hombres. Continúan construyendo comunidad.

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