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Gabriel, ghanés: «Subí a esa patera convencido de que no iba a llegar, estaba 100% seguro»

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Gabriel es un hombre emprendedor, sonriente, dinámico. Mientras buscábamos un lugar en el que sentarse para charlar, me fue contando sus proyectos actuales. El camino se le hizo largo hasta llegar hasta aquí, y no sin muchos esfuerzos, ahora trabaja de lo que le gusta y de lo que estudió. Lo hace en otro punto del Estado, pero sin olvidar Galicia, esa tierra a la que sigue regresando cada Navidad. Bajo un nombre ficticio para no desvelar su verdadera identidad, este chaval que ahora ronda los 35 años de edad me relató su historia, que recibí como la mayor de las entregas, en torno a un café y a una infusión que se enfriaron por olvidadas. Él, sin nada, lo hizo todo.

Su aspiración siempre había sido tener un negocio propio. Gabriel es de ideas claras y no tardó en echarse a andar en el mundo empresarial. Terminó los estudios y se marchó a buscar vida en otro país dentro de las fronteras africanas. A los 19 años, emigró de Ghana, el lugar donde creció, a Gambia, el lugar donde emprendió. Allí, de la nada, construyó su propia empresa de mercancías de la que vivió durante unos cuantos años. Pero las cosas no salieron bien: su socio le robó todo cuanto tenía y lo dejó con las manos vacías. «De la noche a la mañana encuentras el banco persiguiéndote, una cosa lleva a la otra…».

SAL EN LA PIEL Y BRUJERÍA

«Y subí a una patera», relata Gabriel. «No con la intención de la mayoría de la gente. Subí convencido de que no iba a llegar, estaba cien por cien seguro. Mi llegada fue un accidente». El silencio se apropia de la conversación hasta que él mismo lo vuelve a romper: «Sí… Esa es mi vida». De aquella decisión no dijo nada a nadie, excepto a dos amistades. Poseía información de primera mano para tener la certeza de que aquel viaje no iba a salir bien: «El chico con el que vivía también intentó huir, pero a medio camino, después de seis días en el mar, partió la patera en dos y regresaron para repararla. Entonces yo vi la oportunidad de meterme ahí. Estaba seguro de que si se había roto y la habían arreglado no iba a volver a sobrevivir al mar». Cuando montó, ni siquiera sabía a donde iba. Y tampoco a lo que se enfrentaba. «Nunca había subido al mar, nunca había ido de crucero».

«Aquí les llaman mafias», cuenta para referirse a quienes gestionan las pateras. «Y lo que hacen es márketing: vas allí y te venden que al otro lado hay policías esperando para recogerte y llevarte a los campos de cultivo de Murcia para trabajar». Mas la realidad está muy lejos de eso. Por 150 dalas (unos 20 euros) y unas cuantas súplicas, Gabriel subió a aquella patera de 11 metros de eslora. Delante de él hubo gente que pagó 2.000. Eran un total 123 varones. «Una lata de sardinas. Sabes cuando la abres y el pescado está todo apretujado? Pues algo así».

Por delante, once días de «guerra», de «infierno». «Nada de lo que te puedas imaginar, nada que desees a tu peor enemigo». Los primeros días comienzan con mucha energía, cuenta Gabriel, pero el tiempo corre y el horizonte no cambia. «Te comienza a entrar el cansancio, somos tanta gente…». El frío va callando en las infinitas capas de ropa. Aunque pegue, «te aseguro que cuándo estás ahí arriba no sientes el sol». La sal sí. «Comienza a comerte la piel. Empiezan los cortes por todos los sitios del cuerpo donde hay doblas. Comienza el dolor. Te cuesta moverte». Tanto, que incluso para coger la comida, había quien ni lo intentaba. «La hacían en un camping gas y la echaban en un bidón cortado a la mitad. Cuando dicen que sí, tú coges las dos manos, las metes, y lo que agarras es tu comida».

Son 123 personas que de nada se conocen entre sí. Gente diversa, que habla idiomas diferentes. Muchos creían en la brujería, en la superstición, y esto también ha provocado peleas en la patera. El mareo generado por las ondas del mar afectaba psiquicamente a algún hombre, y entonces, comenzaba a decir sinsentidos. «Cuando esto pasaba, había gente que quería matarlo, cogerlo y arrojarlo al mar. Decían que era un espíritu maligno de su tierra, enviado para hacer el mal en el viaje». Gabriel peleó con palos y martillos para salvar a alguien que no conocía de nada. «Ni siquiera hablas su idioma, sólo sabes que si lo sueltas, lo van a tirar al mar; y hoy es él, pero mañana puedes ser tú».

Patera en el mar

NOCHE NUEVE, DIEZ, ONCE… Y TERRA

Una fuerte tormenta batió en ellos en la novena noche. La intensidad del mar hizo un agujero en la patera por el que entraba el agua. Casi hundieron, pero dieron sobrevivido. Con todo, quedaron sin la comida, ya llevaban dos días sin agua y no había gasolina para aguantar mucho más tiempo. La situación era de urgencia. «La gente empezó a beber el agua del mar, que era lo peor que podías hacer, pero en aquel momento… Hasta el agua del mar invitaba», recuerda Gabriel. El GPS falló y sus lecturas eran erróneas. Los marineros experimentados comenzaron a guiarse por las estrellas hasta que avistaron un avión de Salvamento Marítimo. «Nosotros hicimos señales de socorro con la ropa, el avión casó fotos y se marchó, y nosotros rezamos para que viniera ayuda».

Por fortuna, sobre las nueve de la noche, apareció el barco que los recogió y los llevó a Canarias. «No sé qué playa era. La policía nos estaba esperando para dirigirnos a una nave donde montaron tiendas de campaña y literas, en Maspalomas. Había poca gente», busca en los recuerdos. Después de luchar con el mar, en tierra, las cosas son de todo menos humanas. A la mañana siguiente fueron a la comisaría. «Lo recuerdo perfectamente, aquel día cumplía 23 años. Cuando me tocó, empezaron a cantarme «cumpleaños feliz, cumpleaños feliz…«. Yo no entendía español, no entendía por qué me cantaban… Fue años después cuando me dicen cuenta».

De la comisaría, los metieron en el calabozo tres o cuatro días. Les asignaron un abogado y les dijeron que firmaran unos papeles. «Tú no sabes el que lees, está en castellano… Te piden que firmes y nosotros firmamos como locos. Cuando llevé eso a un abogado, me explicó que esos documentos eran nuestras órdenes de expulsión del país». «Derechos humanos, verdad?», queda pensativo. «Veo a la gente de Amnistía Internacional que lucha por la acción social y… Mmm, vale, mucha suerte». La resignación lo inunda.

En el juicio, Gabriel tampoco entendió nada. No hubo traductor. Y de ahí, los metieron de vuelta en un autobús y les explicaron que en un plazo de máximo 40 días irían sacando las listas de los que se quedaban y de los que regresaban al país de origen. Gabriel estuvo en aquel campamento 19 días. «Aún hoy no sé qué criterio siguen para escoger. Sólo sé que a mí me tocó quedar… En ese caso viene un autobús con dos o tres policías para llevarnos, pero para los que vuelven a casa, vienen seis policías armados hasta los dientes. Entonces ves escenas muy tristes: va al baño un chaval pequeñito y lo siguen seis policías».

Durante aquellas 19 noches que Gabriel pasó en el campamento, los chavales se sentaban juntos para contarse sus historias. «Había uno que llevaba casi dos semanas sin hablar. Cuando abrió la boca empezó a llorar. Decía que en su patera habían comenzado a morir todos, uno a uno, del hambre y del frío. Cuando uno moría lo arrojaban al agua, cogían su ropa y por la noche la encendían para que algún barco los pudiera localizado. Sigue teniendo pesadillas». Otros, después de sobrevivir a aquello, no podían escuchar el sonido del mar, y tampoco verlo. «Yo vine aquí y al próximo verano me metí en una piscina para aprender a nadar», queda en silencio. «Dios no ponen a un ser en una situación que no está preparado para superar, pero hay una pieza clave: la confianza en uno mismo».

RECONSTRUIR LA VIDA

Un avión, aL que entraron por la puerta trasera, los llevó hasta el centro de Madrid. Allí los metieron en otro bus y los llevaron a otra comisaría. «No sé que parte era, no lo pregunté, pero tampoco creo que me lo hubieran contestado». Cuando la policía comprobó que estaban todos, los echaron a la calle. «Queréis España? Ahí la tenéis». «Así te dejan, con los papeles de orden de expulsión en la mano». Al salir de la comisaría se encontraron con dos hombres de Accem que ayudaban a los refugiados. Y así fue como Gabriel dio con Galicia.

No pudo convalidar los estudios, así que pasó las pruebas necesarias para entrar en una Formación Profesional, sin bolsas económicas y sin recursos. «Todos los meses iba a la obra social de la Iglesia a coger comida, con eso me alimentaba. Y la gente que me conocía me daba pequeños trabajos en la huerta o formateando equipos», relata. Cuando comenzó las prácticas, no remuneradas, se quedó sin tiempo para hacer esos trabajos puntuales con los que se ganaba la vida. «Fui a servicios sociales, era la primera vez en mi vida que iba a un sitio así. Fue un momento muy clave para mí. Les conté la situación… Y la chica se sorprendió. Me dijo: ‘case sin nada, hiciste todo’.

«Fue un largo camino, no hay un libro que te prepare para esto, así que tienes que levantarte, sacudir el polvo de las caídas y salir adelante». Aquí, en Galicia, se encontró con una familia evangelista que le prestó las llaves de su casa y con la que aún hoy sigue teniendo relación. «Son las personas más grandes que conocí en mi vida. Tengo amigos con casoplones pero yo vengo aquí, porque sé el corazón que tienen. La gente que me rodea es gente trabajadora, humilde, son gallegos… Esa es la gente con la que me identifico».

«Nací en el infierno y luché por llegar hasta aquí con esfuerzo. Si me pones un muro, subo para cruzarlo o busco una salida por el lateral», dice contundente. En el camino de vuelta, a punto de despedirnos, Gabriel me habla de libros. «Cuando leo, el mundo desaparece». Se lamenta de que no tiene tiempo para volver a sumergirse en uno, y de pronto le viene la cabeza ese niño que un día fue y que leía de una tirada todos los periódicos de la semana en la empresa de su padre. «Tengo un amigo que siempre me dice que escriba un libro… Pero yo no tengo nada que contar».

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