Marisol llegó a Compostela un miércoles de septiembre del 2001. No se le olvida ese día. Vino en autobús desde Alemania porque no tenía papeles y los controles en los aeropuertos eran más rígidos. Atrás, en Colombia, quedaba toda su familia y su hijo de cinco años, al que hacía poco que le habían diagnosticado autismo. Su marido la dejó cuándo ella estaba embarazada. «Me vi con una barriga enorme, era mi primer novio, mi primera vez… Te cae el mundo encima. A los dos años te enteras de que tienes un hijo autista. ¿Y todo esto cómo me lo como?». La única opción era marchar.
«En el aeropuerto, recuerdo que mi mamá me dijo: ‘Váyase para España, y si le toca meterse a puta, se mete, pero usted tiene que sacar este hijo adelante’. Cuando tienes un niño y no tienes posibilidades de ganarte un sueldo, haces lo que sea. Una madre no deja morir a su hijo. Él no me pidió venir, lo traje yo». Marisol marchaba casi con lo puesto: llevaba una maletita de mano de viaje. Supuestamente, ella era profesora y venía de turista. Hasta le habían prestado tres mil dólares para que no le descubrieran la coartada. Pero, en realidad, «todos sabíamos que yo venía para quedar». «Si la policía empieza a requisar, me decía mi hermana, ustedes escapen!». Marisol aún echa unas risas mientras lo recuerda.
EN LA INVISIBILIDAD
Ella es una de las tantas que emigran porque no les queda otro remedio. «Una no viene para gastar, no viene contenta, viene con deudas», cuenta. «Emigramos porque tenemos el deber de venir, para sacar adelante nuestros hijos, y porque hay que llenar la boca al papá, a la mamá, a los hermanos…».
Las posibilidades de futuro aquí para las mujeres emigrantes se reducen hacia uno único camino: ser trabajadora del hogar. ‘Criada’, ‘chacha’, ‘señora de la limpieza’ en el mejor de los casos. La historia de Marisol no fue diferente. El sistema está así definido para ellas. Sin papeles, los únicos trabajos a los que una puede acceder son los del sector primario. Cuando arribó comenzó a trabajar en casas cuidando de los niños o de personas mayores, «viejitas», como ella les llama. Cada vez que pronuncia esa palabra, Marisol irradia un cariño inmenso.
Hasta el 2016 vivió en una habitación alquilada en la casa de Doña María, cuenta. «El día que llegué, la señora abrió un armario, sacó un jersey verde clariño y me lo pasó. A mí me pareció tan bonito ese gesto…». El frío de Compostela la aterecía. «Lo primero que compré fue una chaqueta de los chinos, un reloj-despertador, y después unos zapatos altos, por tanta lluvia. Los que yo traía de Colombia tenía que escurrirlos toda las tardes».
También cuidó de dos niñas, «Susana y Laurita se llamaban», durante dos años. En este caso vivía interna en esa casa. De alguna manera, la alegría de estas niñas ayudaban a atenuar el dolor de la ausencia de su hijo. «Si das con una buena familia, si te acogen bien y si hay niños, una se aferra», relata. «Tú estás pendiente de ponerles los zapatiños, de plancharlles la ropa, de hacerles la cena bien…». Los lazos que se forjan son para siempres, igual que le acontece con las personas mayores que ahora tiene a su cuidado. «La señora Chita puede cagarme en la mano! Yo le quiero muchísimo».
Mujeres como Marisol sustentan los cuidados de millares de familias desde la invisibilidad. Desarrollan su labor en el ámbito personal, y ahí queda, puertas para adentro. El llamado primer mundo, en realidad, no es primer mundo para todas las que viven en él. Marisol recuerda tener «tarjetas de cinco euros» para hablar con la familia. Muchas inmigrantes hacían fila en los teléfonos automáticos de Compostela para conversar con el otro lado del océano. «Éramos sobre todo mujeres que trabajábamos en casas. Bajábamos por la noche, después de acostar a los niños». El día que juntó unos pocos billetes, llamó feliz: «Mamá, tengo un montón de dinero!».
LAS JERARQUÍAS DEL HOGAR
Marisol no tiene ningún día de la semana libre. Trabaja de lunes a domingo en diferentes casas. Sólo así consigue la economía que precisa. La relación jerarquizada, de absoluta subordinación, se palpa en el ambiente de muchas de las casas que tienen personal contratado. «A veces, al ver que está una sola, sin papeles, te empiezan a manipular, empiezan a hacerte creer que una es parte de ellos, que es obligación tuya que cuides a los niños los sábados, los domingos y los festivos». Acontece a menudo que las madres de los pequeños se celan de las propias empleadas. «Nos echan como a un perro a la calle», interviene ahora una amistad de Marisol, también llamada Marisol, que acompañó esta conversación.
A veces las señoras son groseras, ofensivas de palabra, cuentan. «Cuando llegan enfadadas eres tú quien paga los platos rotos», prosigue la amiga. «Si llego tarde me lo miran, pero si salgo tarde, no me lo reconocen». Los chantajes emocionales son el pan de cada día y pedir citas médicas puede llegar a convertirse en una auténtica odisea para muchas de estas mujeres. Cuando se marchan de la casa, se marchan con el sueldo, ni están aseguradas ni tienen derecho a paro. «Y se les dices: ‘trabajo hasta tal fecha’, de ahí en adelante ya te hacen la vida imposible».
A pesar de todo, estas mujeres siguen al pie del cañón. Lo hacen, sobre todo, por las mujeres a las que cuidan. «Cuando los hijos ya tienen su vida, estas personas… Estorban. Me da mucho pesar, porque son nobles. Las estás bañando todos los días, y de pronto, te cogen la cariña y te dicen: ‘graciñas‘. Eso es la mayor inyección de energía para mí», relata Marisol. De ellas aprende un montón de historias de la guerra y de la posguerra que le van contando un día tras otro. Mientras las peina, mientras las viste, Marisol es quien de reconstruir incluso el pasado de una generación entera. «Claro, todas son de Santiago y andan por la misma edad, así que me enseñan fotos y yo voy atando cabos».
Así, Marisol va encetando una historia con la otra. Buena parte de la conversación la pasamos hablando de ellas, de las señoras a las que cuida diariamente. «Ni te imaginas el que yo aprendí con todas. He leído y releído El coronel no tiene quien le escriba, Relato de un náufrago… Chita me enseña canciones en gallego y luego le canto: por el mar abajo va…», ríe.
VOLVER A VIVIR CON SU HIJO
Su madre, desde la distancia, fue clave desde el primer momento en que Marisol pisó Galicia. Ella quedó en Colombia con el hijo de Marisol. Tanto el padre como la madre eran azucareros. Vivían en un pueblo que se había creado alrededor de la fábrica de azúcar donde estaban empleados, La Carmelita, en el Valle del Cauca; hasta que marcharon para la ciudad al jubilarse. Cuando su madre falleció, hace cinco años, Marisol decidió traer su hijo con ella. «La adaptación fue muy complicada, le cambió el carácter… Yo lo parí pero no me reconocía como madre. Es muy difícil».
Los centros especializados en personas con diversidad funcional la ayudaron mucho. También sus amigas y las personas más cercanas: Marisol, Malena, Lala, Rosa, Aurora… Dice que con estas mujeres cuenta en el día y en la noche. «La vida me puso delante estas situaciones y yo tuve que tomar decisiones. A medida que vas caminando, vas aprendiendo. Somos ese grito silencioso, pero chillamos. No hay tiempo para nosotros, todo lo hacemos por y para estos niños. Pero yo soy feliz cuando lo veo a él reír, cuando me toca el pelo, cuando me dice una frase, eso es la felicidad».
Si su hijo no tuviera autismo, dice que seguramente no emigraría. «Tendría que tener un sueldo de presidente se hubiera querido vivir allí con él». Marisol estudió Formación Profesional compaginada con el trabajo, algo que fue muy costoso para ella, pero su sueño era ser enfermera en Colombia. Con todo, ahora, a estas alturas de la vida, tiene claro que volvería a repetir. Su conciencia está tranquila: «Me siento cansada, me duelen los pies, tomo pastillas para dormir, pero yo no cambiaría nada, porque me siento orgullosa de mí misma. Resumiría mi vida como… Buena, buena y tranquila».
Su máxima, por la que se levanta cada día, la tiene siempre en mente: «Yo me tiré al río, tengo que salir al otro lado y no puedo devolverme ni dejar arrastrarme por la corriente. A veces nadaré más rápido y otras más lento, pero siempre se nada«.